La gran creación artística es la que, a ojos de quien a ella se dirige, se presenta como algo increado. El perfecto acabamiento de la obra debe dar
la impresión de no poder ser algo engendrado de la nada, debe impedirnos pensar en la posibilidad de que un ser humano, un mortal, haya confeccionado una obra de tal calibre.
Debe -de vernos obligados a pensar alguna metáfora-, a lo sumo, aparecer como un objeto insólito que, de no haber
sido por el mucho empeño y el desmedido sufrimiento que permitió desenterrarlo,
habría quedado, para la desgracia de todos, enterrada en la sima de
algo más profundo, incomprensible y espantoso que el olvido. Así, el trabajo que ha costado sacarlo a la luz debe ser, en todo caso, el de la búsqueda de algo que preexiste, nunca el de una larga y dolorosa maduración.
Tiene
que parecer, al leerlo, contemplarlo o escucharlo, que no podía ser de otra forma, que eso
debía estar hecho así desde siempre y que sólo gracias al esfuerzo
del más intrépido de los exploradores ha salido a la luz, a los ojos del resto de los mortales que, o bien
no poseen las herramientas para adentrarse en tales profundidades o
bien se encuentran ya cómodos en la superficie que ni siquiera se
habían planteado abandonar. ¡Oh, magníficos mineros, más de uno
ha perecido sepultado en busca de aquello que consideraron superior a
ellos!
Jamás morirá aquel que expira buscando lo que considera
superior a sí mismo.